Las cinco de la mañana. Suenan las campanas. La primera señal. Me tengo que levantar. Estamos en plena recogida de la flor del azafrán. Mi madre ya ha encendido la lumbre y está calentando la leche.
Me hago el remolón en la cama al tiempo que recuerdo que hoy es 2 de noviembre y tengo una obligación primera: atender a las ánimas que, el Día de Todos los Fieles Difuntos salen en busca de luz; “si no las iluminas no descansan”, decía mi abuela. Es importante que nuestros muertos queden en paz.
Ya ha pasado un cuarto de hora. Suena la segunda señal. Me levanto. Me dirijo hacia la cocina y veo a mi madre de espaldas. No se da cuenta de que estoy detrás. Le doy un beso en la cabeza y me embriaga su olor a cariño.
Salgo al patio y la noche se me hace día. Brillan tanto las estrellas que parecen soles. Pero hay una luz especial que me ciega y no puedo dejar de mirarla. Me encuentro tan bien que casi se me olvida que voy desnudo. Por pudor, no por necesidad, corro a vestirme.
Suena la tercera señal. Llamo a mi madre, llamo a mi hermano; pero no responden. Han debido de marcharse; así que tiro del portón y voy hacia la iglesia.
En el templo huele a naftalina. Hoy todas las mujeres del pueblo han recuperado sus chales y los hombres sus abrigos. Cristianos practicantes, y otros no tanto, se dan cita para encender la luz que sus ánimas reclaman. Esta es la primera obligación del día, después nos espera la flor malva.
Entre el bullicio busco a los míos. De repente me ciega la cristalera del altar en la que tan sólo se intuye el perfil de una Virgen Inmaculada. Me dirijo hacía allí y me parece ver a algunas de mis ánimas.
Sigo andando. A cada paso más luz, a cada paso más paz, a cada paso más libertad. Estoy como hubiera deseado estar. Me detengo atraído porque un olor dulce. Descubro a mi madre postrada ante el altar. Poso mi mano en su hombro. No responde. Prende una cerilla y con ella da luz a una vela que ilumina mi espíritu y con él … mi descanso eterno.
Sole Ruipérez, 7 de noviembre de 2011.
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