
Dijo hace unos días Mª Dolores de Cospedal, la presidenta de Castilla-La Mancha, cuando anunció un nuevo plan de recortes que incluía, entre otras cosas, una bajada en el sueldo de los empleados públicos, que los funcionarios éramos afortunados por tener un puesto de trabajo estable. Y el consejero de Presidencia y Administraciones Públicas, en la carta que nos envió a los funcionarios para explicarnos dichos recortes, incluso fue un poco más allá, dijo que éramos unos privilegiados.
¿Afortunado?
Bueno, según están las cosas el solo hecho de tener trabajo ya es para dar las gracias y sentirse afortunado. No lo niego. Pero me sorprende lo mucho que me lo dicen últimamente; y, más aún, quién me lo dice. Bueno, siendo sincero, más que sorprenderme, me jode, hablando en plata. Porque cuando me levantaba a las 6 para poder estudiar un rato antes de entrar a currar nadie me llamaba afortunado. Cuando utilizaba mis vacaciones para preparar los exámenes de la oposición nadie me llamaba afortunado. Cuando mi sueldo era el más bajo de todos los de mis amigos nadie me llamaba afortunado. Y, por supuesto, en aquellos maravillosos años en los que cualquier chaval que colgara sus estudios y comenzara a trabajar en la construcción ganaba el doble que yo, nadie me llamaba afortunado. Más bien me decían pardillo. O, si había confianza, directamente gilipollas. Que es lo que ahora siento que me está llamando Cospedal al bajarme el sueldo y simultáneamente aumentarme la jornada laboral 2 horas y media a la semana.
¿Privilegiado?
Si puedo admitir en cierta medida que me llamen afortunado por tener trabajo, por donde no paso es porque me llamen privilegiado. De ningún modo. Tener un trabajo NO me convierte en privilegiado. Ni mucho menos. Gano 1100 euros al mes por desempeñar un trabajo de auxiliar administrativo que conseguí tras currarme una oposición en la que tuve con competir con muchísimas personas. En mi convocatoria concretamente hubo 12000 solicitudes para 350 plazas. Es decir, de cada 35 opositores aprobaba 1. Creo que este dato sirve para comprender que aquello no fue precisamente un paseo militar. Y la convocatoria era libre, cualquiera se podía presentar, únicamente bastaba con poseer el graduado escolar y pagar los derechos de examen. Eso y currárselo, claro, coger los libros y echarle tiempo. Porque ciertamente no hacía falta ser Einstein para sacarse mi oposición, no era un temario difícil, pero sí que hacían falta codos, sacrificios y renuncias. Esos y no otros -afiliación política, ser amigo de, familia de, etc.- son los ingredientes con los que todos los funcionarios hemos obtenido nuestro puesto de trabajo. Nadie nos regaló nada. Y que nadie se equivoque, después, una vez conseguida la plaza de funcionario, tampoco nos regalan nada. Desempeñamos una actividad laboral y a cambio obtenemos un sueldo, como cualquier trabajador. Y punto. De privilegios, nada.

Para complementar mi personal y discutible punto de vista con un toque más objetivo, voy a recurrir la definición que el diccionario hace de ‘
privilegio’:
“beneficio económico, social o político que se obtiene por poseer un cargo considerado elevado por el resto de la sociedad”. Al que con esta descripción le venga a la cabeza la imagen de un funcionario, por favor que se lo mire. Y completa el Larousse esa definición de privilegio con una frase de ejemplo:
“los diputados gozan de ciertos privilegios”.
Y en cambio, paradojas de la vida, son ellos, los políticos, precisamente ellos, los que nos endosan el título de ‘privilegiados’ a los funcionarios, que en la mayoría de los casos somos humildes trabajadores mileuristas. Y encima gran parte de la sociedad les da la razón y aplaude estas medidas. Tiene gracia. Casi tanta como que una persona como Cospedal, con sus tres sueldazos y su marido millonario, me baje el sueldo y encima me llame afortunado y privilegiado. De chiste. Y lo peor es que todavía nos queda mucho por reír.